En contraste con Abraham, tenemos la vida de Jacob. Al nacer, agarraba el calcañar de su hermano, pues quería nacer primero. Era un suplantador, “aquel que agarra el calcañar”. Durante toda la vida, intentó agarrar cosas con las manos.
Engañó a su hermano con respecto a la primogenitura y engañó a su padre, y recibió, por eso, la bendición que en realidad era derecho del primogénito. Posteriormente, fue astuto con el suegro y consiguió gran parte de las riquezas de este; intentó sobornar a su hermano Esaú e hizo planes para salvar a la familia. Durante toda la vida, intentó tomar todo para sí mismo. Si hay alguien apegado a las cosas para sí mismo, ese es Jacob. Pero Dios, detrás de todas esas situaciones, estaba tratándolo para que se entregara, pero él no quería hacerlo. En Peniel, al fin, luchó con un ángel del Señor toda la noche y prevaleció, hasta que el ángel tocó su pierna dejándolo cojo. Fue entonces cuando se entregó a Dios. ¡Y en qué bendición se transformó! En sus últimos días de vida, bendijo incluso al Faraón, el mayor rey del mundo en aquella época. Dios estaba operando en su vida con la visión de aquella entrega total. Era eso lo que Dios buscaba en Jacob.