Nómades radiantes
Bajo un cielo nocturno en la primavera de 2020, los surfistas cabalgaban las olas bioluminiscentes en la costa de San Diego. Este espectáculo de luces era provocado por organismos microscópicos llamados fitoplancton, nombre derivado de una palabra griega que significa «nómade». Durante el día, producen mareas rojas y captan la luz solar que se convierte en energía química. En la oscuridad, cuando se los perturba, producen una luz azul radiante.
El privilegio de la mayordomía
Durante unas vacaciones, mi esposo y yo caminábamos por la playa y notamos un espacio grande de arena rodeado de una cerca. Un joven explicó que trabajaba con un equipo de voluntarios para proteger los huevos en los nidos de las tortugas marinas. Cuando las crías salían de su nido, la presencia de los animales y de las personas amenazaba y disminuía su chance de sobrevivir. Dijo: «Por más que nos esforzamos mucho, los científicos estiman que una de cinco mil crías llega a la adultez». No obstante, estos números sombríos no desalentaban a aquel joven. Su pasión por servir desinteresadamente a esas crías profundizó mi deseo de respetar y proteger las tortugas marinas. Ahora, llevo un colgante con una tortuga marina para tener en mente mi responsabilidad de cuidar las criaturas que ha hecho Dios.
Los músculos de la fe
Durante una visita al zoológico, me detuve a descansar cerca de la guarida del perezoso. La criatura estaba colgada cabeza abajo. Parecía contenta así, completamente quieta. Suspiré. Debido a mis problemas de salud, me costaba quedarme quieta y anhelaba avanzar, hacer algo… Pero, mientras miraba el perezoso, observé cómo estiraba un brazo, tomaba una rama cercana y se detenía otra vez. Estar quieto requería de fuerza. Si quería contentarme con moverme despacio o quedarme quieta, necesitaba más que unos músculos fuertes. Para confiarle a Dios cada momento de mi vida, necesitaba un poder sobrenatural.
Comunión celestial
Cuando Eagle, el módulo lunar de Apolo 11, aterrizó en el Mar de la Tranquilidad de la luna en 1969, el astronauta Buzz Aldrin, que había recibido permiso para llevar pan y vino para tomar la Santa Cena, fue el primero en consumir alimentos en la luna, después de leer un pasaje de la Escritura. Más adelante, escribió: «En la gravedad de la luna, seis veces menor a la de la Tierra, el vino fue elevándose con lentitud y gracia por el costado de la copa». Mientras Aldrin disfrutaba de esta comunión celestial, sus acciones proclamaron su convicción en el sacrificio de Cristo en la cruz y la garantía de su segunda venida.
La provisión de Dios
Berni, de tres años, y su mamá iban a la iglesia todas las semanas para ayudar a descargar comestibles del camión del ministerio de comidas. Cuando el niño escuchó que su madre contaba que el camión se había averiado, dijo: «Uy, no. ¿Cómo repartirán la comida?». La madre le explicó que la iglesia tendría que juntar dinero para comprar un camión nuevo. Berni sonrió, y saliendo del cuarto, dijo: «Yo tengo dinero», y volvió con un recipiente de plástico lleno de monedas; poco más de 38 dólares. Aunque no tenía mucho, Dios combinó su ofrenda con las de otros para conseguir un nuevo camión frigorífico.
Arcoíris de esperanza
Durante unas vacaciones, otra batalla contra el dolor crónico me forzó a pasar los primeros días recuperándome en una habitación. Mi humor se volvió tan oscuro como el cielo. Cuando por fin me aventuré a salir para disfrutar de un paseo con mi esposo, las nubes grises bloqueaban bastante el paisaje, pero aun así, tomamos fotos de las ensombrecidas montañas y el borroso horizonte.
La esperanza atraviesa las tormentas
A principios de 2021, varios cazadores de tormentas grabaron videos y tomaron fotos de un arcoíris junto a un tornado en Texas. En un video, largos tallos de trigo se doblaban ante el poder del viento. Un arcoíris brillante atravesaba el cielo gris, en dirección al torbellino. En otro video, aparecían personas de pie junto al camino, observando que el símbolo de la esperanza se mantenía firme junto a la oscura nube con forma de embudo.
Siempre digno de compartir
Después de aceptar a Cristo, le compartí el evangelio a mi madre. En lugar de tomar una decisión por Él, como yo esperaba, dejó de hablarme por un año. Oraba por ella y la llamaba todas las semanas. El Espíritu Santo me consoló y siguió obrando en mi corazón mientras ella me trataba así. Cuando por fin respondió mi llamada, me comprometí a amarla y compartir la verdad de Dios siempre que tuviera la oportunidad. Meses después, dijo que yo había cambiado. Casi un año después, recibió a Jesús como su Salvador, y nuestra relación se profundizó.
Vale la pena
Después de que una amiga cortó sin explicación nuestra amistad, volví a mi antiguo hábito de mantener a distancia a la gente. Mientras procesaba mi dolor, tomé un ejemplar de Los cuatro amores, de C. S. Lewis, donde hace una poderosa observación de que el amor implica vulnerabilidad. Afirma que «no hay inversión segura» cuando alguien se arriesga a amar. Sugiere que amar «algo [llevará a que] tu corazón se retuerza y posiblemente se rompa». Leer esas palabras cambiaron mi manera de leer el relato de la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de su resurrección (Juan 21:1-14), y tras la negación de Pedro, no solo una sino tres veces (18:15-27).
El gran amor de Dios
Cuando una amiga me pidió que les hablara a unas adolescentes en un taller sobre la pureza, me negué. A esa edad, yo había luchado con eso y llevé durante décadas marcas provocadas por mi inmoralidad. Después de casarme y perder a nuestro primer bebé durante el embarazo, pensé que Dios me estaba castigando por aquellos pecados. Cuando entregué mi vida al Señor, a los 30 años, confesaba repetidamente mis pecados y me arrepentía. La culpa y la vergüenza me consumían. ¿Cómo podía compartir de la gracia de Dios si ni siquiera yo podía experimentar plenamente su gran amor por mí? Gracias a Dios, con el tiempo, Él eliminó las mentiras que me encadenaban a mi pasado. Por su gracia, por fin recibí el perdón que me había estado ofreciendo todo el tiempo.