Para poder orar con confianza, hemos de aprender a decir la verdad cuando oramos.
A Dios le encanta la conversación honesta. El realismo es intrínseco al propio carácter de Dios. Dios aborrece la oscuridad y el engaño. La oscuridad es dominio de su enemigo. Por tanto, la segunda cosa que es esencial para tener confianza en la oración es aprender a ser honestos acerca de lo que hay en nuestros corazones. Dios puede manejar nuestras quejas, nuestra necedad, nuestros temores y nuestros fracasos. No se va a sorprender ni a sentir amenazado por nuestra ira, confusión ni súplicas infantiles.
Lo que no agrada a Dios son las mentiras baratas del halago, la alabanza ritual, las palabras hipócritas que se repiten una y otra vez sin tener en cuenta lo que verdaderamente está pasando en nuestra propia alma. Tenemos que dejar de encubrir las cosas por temor y deshacernos de nuestro sofisticado engaño y lenguaje formal en la oración; y debemos hacerlo el tiempo suficiente como para echar los cimientos de la verdad.
Las oraciones llenas de mentiras civilizadas son tanto inaceptables para Dios como incapaces de reflejar lo que hay en nuestros corazones. Es por eso que, para poder entrar en la sala del trono y comenzar a orar con confianza, hemos de aprender a decir la verdad cuando oramos. Para hacerlo, tenemos que pasar tiempo auto examinándonos y confesando nuestros pecados. Es preciso que le digamos a Dios lo que sentimos realmente acerca de Él, de nosotros mismos, de nuestros problemas con la gente, de nuestras necesidades, frustraciones, deseos y recuerdos dolorosos. También hemos de ser honestos acerca de nuestro deseo de que su voluntad sea la nuestra.
Si no queremos hacer su voluntad, también hay que sacarlo a relucir para poder pedir al mismo Dios que nos ayude a superar nuestra rebeldía y necedad.
Confianza en la capacidad de Dios de ayudarnos a entendernos a nosotros mismos.
Cuando deseamos saber la verdad acerca de nosotros mismos, el Señor que conoce nuestros corazones nos ayudará a ver lo que sucede en nuestro interior. El salmista escribió: “Oh, Jehová, tú me has examinado y conocido” (Salmo 139:1). David le dijo a Salomón: “…porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos…” (1 Crónicas 28:9).
La oración de autoexamen, cuando se combina con las Escrituras, nos permite ver lo que realmente sucede en nuestro interior. La Biblia nos muestra nuestros más profundos sentimientos y verdaderas motivaciones. Nos lleva por rincones y recovecos donde ocultamos viejos rencores, odios secretos y amargos resentimientos. Por medio de la oración honesta, podemos sacar estas cosas a la superficie, verlas como son realmente, y pedir a Dios ayuda para lidiar con ellas.
De una cosa podemos estar seguros: si pedimos a Dios que nos muestre nuestro corazón, lo hará. Tal vez no inmediatamente, pero con el tiempo y a su manera, el Señor correrá las cortinas de la negación y la represión, y nos mostrará cómo somos. Además, nos cuidará muy bien mientras lo hace.
– Podría traernos a la memoria una vieja herida para que lidiemos con ella y la olvidemos.
– Podría recordarnos una promesa que no hemos cumplido o una deuda que no hemos pagado.
– Podría permitir que sintiésemos el dolor que causamos a otra persona, quizás muchos años atrás, y pedirnos que lo enmendemos.
– Podría dirigirnos a aclarar algún malentendido o a perdonar a alguien. Conocer el corazón es un don maravilloso y liberador, y se obtiene al ser honestos con el Señor en oración.
Un autoexamen también podría revelar las bendiciones positivas de nuestra vida. Dios está obrando con nosotros y haciendo cosas por nosotros todo el tiempo. Nos muestra su bondad, nos llena de gracia, nos ayuda a crecer a través de la adversidad, nos sostiene en las circunstancias difíciles, nos proporciona maneras de escapar de la tentación, y nos otorga su paz. Sin embargo, cuando nos enredamos en los detalles de la vida y nos distraemos con sus responsabilidades, a veces olvidamos estas cosas.
Confianza en la disposición de Dios de perdonar un corazón honesto. Era el final de la novena entrada y el partido de béisbol estaba empatado. El equipo contrario tenía las bases llenas y había dos outs.
La pelota rebotó en el suelo con fuerza un poco a la derecha del novato campista. Le dio en el guante pero él no la atrapó. Su equipo perdió el partido. El jugador había hecho bien esa acción miles de veces antes, pero no ese día.
El jugador pudo haber hecho lo mismo que muchos de nosotros. Pudo haber dicho que la pelota golpeó una piedra y rebotó mal, o haber culpado al sol o al césped mojado. Pero no lo hizo. “Lo eché a perder -dijo después del juego-. Asumo la responsabilidad. Es mi culpa”.
Necesitamos tener esa actitud con Dios. Cuando el Señor nos convence de pecado, tenemos que apropiarnos de él, confesarlo y, luego, creer en la disposición de Dios de perdonarnos.
¿Recuerdas la historia de David y Natán? Corrompido por el poder, David dejó la guerra en manos de sus generales y se quedó en casa. Contempló lujuriosamente a Betsabé mientras ella se bañaba, la hizo llevar a su palacio, cometió adulterio, y luego mandó matar a su marido para cubrir su pecado. Parecía que se iba a salir con la suya, hasta que fue confrontado por Natán, el profeta, con aquellas innegables palabras de condena: “Tú eres aquel hombre” (2 Samuel 12:7).
Finalmente, después de muchos días y probablemente meses de vivir en una tiniebla que él mismo se impuso, David reconoció su pecado. Su conmovedora oración de arrepentimiento se registra en el Salmo 51: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado…” (vv. 3-4). David suplicó ser restaurado al gozo que tenía antes y su oración fue contestada con el perdón de Dios. La Biblia, el Espíritu Santo y el pueblo de Dios son los Natanes de hoy.
Para que estés bien inmediatamente, di de corazón la verdad de lo que has hecho mal.
Vivimos en un mundo donde la gente tiene el corazón endurecido y las conciencias insensibilizadas. Los abogados son capaces de argumentar casos con mucha habilidad y aparente sensibilidad, incluso cuando saben que el acusado es culpable. Las sentencias por crímenes horribles se reciben sin la más mínima señal de culpa o remordimiento. Somos expertos en negar, racionalizar y encontrar a alguien a quien culpar.
¿Cómo podemos ablandar nuestros corazones? Estamos tan acostumbrados a la frialdad. ¿Cómo logramos tener un “corazón contrito y humillado” (Salmo 51:7) que sea siempre acepto delante de Dios? Pídelo. “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio -debemos suplicar-, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (v. 10). Dios va a honrar esa oración; Él no nos da la espalda cuando pedimos: “Sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13).
Confianza en la capacidad de Dios para manejar nuestras quejas. Nuestras relaciones humanas se obstruyen por los desacuerdos, las luchas y los conflictos. Si no hay conflictos, es porque alguien los está negando y posponiendo una confrontación. Los amigos y las parejas hablan abiertamente de sus sentimientos negativos y tratan de resolver sus diferencias. Eso también debería suceder en nuestra relación con Dios. Somos libres de disentir, preguntar y hasta de argumentar respetuosa y reverentemente con Él en oración.
El rabí Joseph Telushkin se refiere a la necesidad de tener confrontaciones honestas con Dios como un legado del pueblo judío. En su libro Jewish Literacy escribe:
[El] primer ejemplo de un ser humano que argumenta con Dios se convierte en una característica de la Biblia hebrea y del judaísmo en general. Cientos de años después de Abraham, el salmista clamó a Dios en ira y angustia: “Despierta; ¿por qué duermes, Señor? […] ¿Por qué escondes tu rostro, y te olvidas de nuestra aflicción, y de la opresión nuestra?” (Salmo 44:23-24; véanse Habacuc 1:2 y todo el libro de Job para otros ejemplos de profetas u hombres justos que cuestionan los caminos de Dios). La disposición de confrontar al Todopoderoso deriva de la creencia de que Dios, como el hombre, tiene responsabilidades y merece crítica cuando no las cumple. Eli Wiesel, un judío de esta tradición, ha dicho: “El judío puede amar a Dios o puede pelear con Dios, pero no puede ignorarlo”.
Esa parece haber sido la actitud de Abraham. Dios estaba a punto de destruir la malvada ciudad de Sodoma. Abraham intercedió ante Dios y le pidió que perdonase la ciudad si hallaba cincuenta justos en ella. No los había. Así, paso a paso, Abraham suplicó a Dios que redujese el número a diez. Pero, al no haber ni siquiera diez, Sodoma fue destruida (Génesis 18:23-33).
Moisés también estuvo en desacuerdo con Dios. El Señor había hecho milagro tras milagro para liberar a Israel de la esclavitud egipcia y proveer para ellos en el desierto. Sin embargo, mientras Moisés estaba en las alturas del monte Sinaí recibiendo la Ley de manos de Dios, sus compatriotas estaban preparándose para abandonar a Aquel que los había liberado de Egipto. En violación de los primeros mandamientos que Dios había dado a Moisés, hicieron un ídolo de oro y lo usaron como excusa para abandonarse a los placeres sexuales de la adoración pagana a la fertilidad. “Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma…” -dijo Dios a Moisés (Éxodo 32:10). Dios hasta dijo que comenzaría de nuevo y haría de Moisés una gran nación.
Moisés no quería ceder. Suplicó a Dios que perdonase a Israel: “¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo” (v. 12). Dios se aplacó, y los judíos fueron perdonados (v. 14).
Abraham y Moisés son buenos ejemplos. Nosotros también podemos aclarar malentendidos con Dios. Sin dejar de temerle ni de reverenciarle, podemos:
– Decirle que creemos que está esperando demasiado para salvar a nuestros seres queridos.
– Expresar nuestra ira y desilusión porque murió nuestro hijo.
– Expresarle nuestra frustración porque no hemos encontrado empleo.
– Clamar a Él a causa de nuestra esterilidad.
Esas quejas no amenazan a Dios. Él sabe que nunca encontraremos debilidad moral en Él. Dios nos exhorta a que seamos honestos con Él para que podamos descubrir los pensamientos y sentimientos que hay en nuestros corazones. Una vez que los sacamos a la luz, podemos pedir a Dios que nos ayude a lidiar con ellos.
¿Por qué dudamos tanto para ser honestos con Dios? Tal vez somos la clase de personas que evita el conflicto a toda costa, de los que ni siquiera hablan a sus seres queridos o amigos de sus sentimientos negativos. O podría ser que pensemos que es falta de fe desafiar a Dios.
Muchos de nosotros hemos aceptado la idea de la sociedad de que la lucha y el amor no van juntos. Asumimos que una relación es buena solo si hay paz y armonía en ella. Pero el hecho es que luchamos en nuestras relaciones precisamente porque amamos. Y encontrar el valor para luchar, correr riesgos y confrontar es lo que fortalece y profundiza toda relación.
Lo mismo sucede en nuestra relación con Dios. Al igual que Jacob en Peniel, nosotros también luchamos con Dios de vez en cuando. Eso puede traernos su bendición (Génesis 32:24-32).
Confianza en lo que Dios quiere para nosotros. La meta del creyente en Cristo es llegar a ser uno (en corazón y mente) con Dios. Cuando nos acercamos a Él en oración, hemos de ser honestos con nosotros mismos acerca de si nuestros deseos son también los del Señor, si nuestra voluntad es la suya, si nuestras peticiones son también las suyas.
¿Cómo se crece en esta “unidad” con Dios? Es cierto que nunca podremos compartir Su completo conocimiento de todas las cosas. No obstante, al orar por las necesidades diarias de la vida, por nuestro cónyuge, hijos y amigos, o por sanación, empleo o guía, podemos hacerlo con la misma actitud de corazón que Jesús tenía en mente cuando enseñó a Sus discípulos a orar: “Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10).
Él mismo expresó esa actitud unas horas antes de su muerte. Concluyó una agonizante sesión de oración en Getsemaní -un momento en el que hasta pidió al Padre que le permitiese evitar la cruz- con estas palabras: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Esa rendición, después de una intensa y honesta batalla, lo mantuvo en un espíritu de unidad con Su Padre.
Puede que tengamos preguntas respecto a lo que significa: “Hágase tu voluntad”. ¿Significa eso que secretamente estamos desistiendo de aquello que acabamos de pedir? ¿No estaremos diciendo que ofrecimos nuestra oración sin la verdadera convicción de que era correcta y que Dios debía contestarla?
¿No somos falsamente humildes al tratar de no molestar a Dios con nuestros pequeños deseos? ¿No estaremos diciendo: “Está bien. Comprendo”, si Él no concede nuestras peticiones? Si es así, ¡estamos completamente equivocados!
Helmut Thielicke escribió: “Eso es exactamente lo que las palabras “hágase Tu voluntad” no significan. Significan: “Tú entiendes mi oración mejor que yo (Romanos 8:26). Tú sabes mejor que nadie si necesito hambre o alimento. Pase lo que pase diré: ‘Sí, amado Señor’ (Mateo 15:27). Yo sé que en todo, no importa lo que sea, Tú me llenas, más allá de lo que pueda pedir o comprender”.
Cuando decimos “hágase tu voluntad”, estamos optando por ser uno con Dios. Le estamos diciendo lo que Jesús dijo a Sus discípulos: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Además, nos hacemos eco de la oración del Señor en Getsemaní. Independientemente de que nos dé pan, empleo, cónyuge o hijos, su voluntad siempre será la mejor.
Sin embargo, nunca descubriremos la confianza de ser uno con Dios si primero no hemos sido honestos acerca de nuestros pensamientos y emociones.
La integridad de alma es básica para superar la desilusión con Dios y desarrollar la confianza en la oración.
Extrato do libreto – “El valor el estres” de la serie Tiempo de Buscar de Ministerios Nuestro Pan Diario.